No son simples rayos los que iluminan la habitación de la Biblioteca Municipal, son los candiles más esperados por Don Arístides, que esperaba con gran anhelo el amanecer del 21 de marzo, el comienzo de su estación preferida, el otoño.
Don Arístides, mandatario por excelencia y tradición de dicha Biblioteca, era conocido por su extraña adicción a las despechadas hojas otoñales.
"Sin mayor remordimiento esos condenados y abuntantes militares naturales (árboles), dejan a su destino infantil las humildes hojas obsoletas de plenitud y lozanía", repetía Don Arístides cada otoño, quien se posaba en la otomana más cercana a su escritorio observando la constante e inapetecida caída de sus bellas compañeras. No lograba comprender el porqué de ese desprecio botánico por sus compañeras, y más aún, no comprendía porque él era el único que las acogía mientras otros las pisoteaban o las barrían con indiferencia.
Así se pasaba tardes y noches analizando la sutil pero estruendosa caída de sus veteranas. No quiso creer que ellas premeditaban su suicidio, o que simplemente decidían tomar su rumbo hacia al vacío para buscar su libertad y el paraíso celestial. "¡Sería muy egoísta de su parte!, yo que tanto lucho porque no suceda lo indeseado" nuevamente replicaba el decano.
Mucho creían a Don Arístides como un loco desatado que en su prematura vejez lo único que tenía a su pesar eran sus preciadas hojas. Cuando hablaba de ellas, lo hacía con esa pasión e inspiración que jamás demostró por su olvidada esposa.
Somos la historia hecha historia, un libro infinito de posibilidades, un hecho cósmico y alucinante, somos gestores y observadores, Somos un fin con comienzo y sin fin.
Me crearon bajo el alero amante del Universo y su Tierra, con manos y ojos de abrigo hacia el divino Amor que puede proyectar El Ser. Vivo en plenitud y armonía esperando que el Cosmos haga lo suyo en nuestras tierras, cuando precise de energía suficiente.