Crónicas de un Abolengo

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Y es que en sus manos ávidas de eterno amor,
se posa el sabio despertar de la vida,
la razón del existir y persistir,
en esas manos, los surcos enigmáticos de la verdad.
¿Conocerá, acaso, el suspiro que acaricia al Papiro Universal?
Nos conoce, sabe de que hablar
y en que momento hacerlo.
Su oír es la corteza humectante y vital,
no existe melodía expulsada por sus vástagos
que no preste atención.

Recuerdo haber subido el monte
cuando la serena aurora hacía su marcha,
estaba cansado, pero mis sentidos respondían
al cielo, y cada estrella halaba de mis harapos.

En mi báculo, colgaba un morral con
obsequios que ni yo conocía,
sólo sabía que desprendía un aroma maravilloso
que me alentaba a seguir en pie.

Miraba los bosques que me rodeaban espectantes
con un silencio cauteloso, susurraban, pero como no
soy conocedor de lenguas subterrestres,
seguí mi camino impávido.

A medida que seguía mi sendero,
me daba cuenta que todos sabían lo que sucedería,
el vibrar de la Madre los delataba.

Una vez llegado a los pies del monte,
expandí mi conciencia en su plenitud,
suavemente abrí mis brazos al cielo, en señal de
recogimiento, y esta vez sí dejé que las
estrellas hicieran su trabajo.

El Monte se veía tan hermoso, sus ranuras
y valles eran dulcemente abrigados por el Sol,
toda la tierra se abrazaba, la Madre los abrazaba.
Era el Monte que había estado frente a mis ojos toda la vida,
y jamás había accedido a ascenderlo en juventud.
Y ahora con 102 años estoy aquí,
con mis ojos sutilmente cerrados,
con una sonrisa en mi haber,
lévitamente situado en tu Flor,
tú Flor sagrada, Madre,
que me acoge e ilumina,
la cuna de tus hijos,
la Flor del Lotus.

Conversamos larga horas cósmicas,
y ¡por Dios!, que hermosa voz posee
nuestra bella Madre.
Todas las palabras liberadas en esa cima
aquellas noches/días, fueron luz de lo
que siempre esperé oír.
Durante mi corta vida, mis plegarias
nocturnas eran para y por ella.

La Madre me pidió que descansara,
que me posara en sus piernas y
respirara profundamente.
Tan profundo respiré, que me ví hallado
frente a una luz fulminante y preciosa,
un haz infinito y enceguecedor.
De pronto, me sentí eternamente incólume,
tierno y fugaz, desprendido de lo que alguna vez fue
mi cuerpo, mi haber.

Por sacro cielo me elevaba,
y silente viajaba con mis compañeras,
las que alguna vez halaron de mi tangible existencia
por aquel monte que me volvió a regalar la vida.





Sideral.